Al Margen de la Sociedad

28.09.2020

Se calentaba las manos en la fogata improvisada en medio de la acera. Tenía la mirada perdida, el tiempo parecía no pasar ante sus ojos. Nada había programado en su agenda, no existía nadie que lo enalteciera con algo de compañía. Atrás quedaron los recuerdos de su vida pasada y su hija como una silueta difusa recorría débilmente los rincones de su memoria.

Sentado en un tarro a la orilla del fuego, apuñalaba la calle con su mirada aguda, insinuando dirección, pero sin dar ni una pista de lo que habitaba en su pensamiento. En eso, el camino que había creado fue interceptado por una joven, su buena imagen y pulcritud contrastaban con el desaseado lugar.

—¡Hola! ¿me recuerda? Soy Ester.

El hombre boquiabierto no esperaba que alguien le hablase, le parecía que en años no había conversado más que con los postes, los basureros y uno que otro cartel.

—¿Ester…? Yo no conozco ninguna Ester.

—Sí, me conoce. Yo le traje los zapatos que lleva puestos.

—¿Zapatos? Pero si yo no tengo zapatos.

Miró sus pies y los vio cubiertos de suciedad, las uñas encorvadas no habrían permitido que el usará un zapato.

—Pero ¿cómo? Mire, toque... —la muchacha le tomó la mano y se la acercó a sus pies para que pudiera reconocer el calzado que llevaba puesto—. Soy Ester... ¿Cómo no me recuerda? Conversamos todos los días luego de la merienda.

—¿Merienda? — el hombre sintió el crujir de sus tripas y agregó— yo no sé lo que es eso, hace tanto que no como...

—Pero si soy Ester... Míreme.

Ella se puso ante él tan cerca que su mirada podía atravesarle. El hombre al ver esos ojos marrones y redondeados como dos avellanas, se transportó y, con emoción y entusiasmo, dijo:

—¡Ya te recuerdo! ¡Tú eres mi hija! 

De un salto se puso de pie y quiso abrazarla. La chica inmediatamente retrocedió, evidenciando que eso era más de lo que estaba dispuesta a dar.

—No señor, no soy su hija —bajó la vista, avergonzada—. Solo quería que supiera que si vuelve a faltar a la cena el cupo será asignado a alguien más 

Dicho eso se marchó.

Él se sentó desconcertado, escondió la cara entre las manos y las lavó en llanto. Al son del rugir de su estómago intentó en vano recordar a su hija.

—¡Al menos quisiera recordar su nombre! —dijo en un grito ahogado.

En eso, centró la mirada en sus pies y pudo ver que calzaba dos tacones de terciopelo azul ahora empapados, eran como los que de niño deseo tener.

—¡Sí, tengo zapatos! —exclamó a la vez que juntaba las cejas con curiosidad, deslizó su dedo por el taco, y entonces recordó por qué había decidido olvidar.

Lentamente, comenzó a detenerse el tiempo otra vez, se apagó su mirada entre las llamas de la fogata y decidió no volver a pensar en el nombre de su hija. Pues ella, le había dado la espalda cuando más la necesitaba.

Por Estefanía Hernández


© 2020 por Estefanía Hernández Martínez. Todos los derechos reservados.
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