Al Unísono
Ese día se me hizo tarde, ya había oscurecido, entonces, intenté cruzar el salón de los espejos para llegar más pronto a casa. En cuanto estuve en la entrada posterior, escuché sus respiraciones agitadas, sin pensarlo abrí muy poco la puerta. Me quedé observando, no los podía ver directamente, mas sí su reflejo.
Por un segundo pensé que era malo quedarme ahí oculta, mirando, pero luego, me cautivó lo que presenciaba, jamás había visto que dos personas se amaran de esa manera, mis vellos se erizaron y sentí como mi boca entreabierta se humedecía un tanto más de lo habitual.
Él, la envolvía con suavidad entre sus brazos mientras enganchaban sus pelvis. Ambos estaban envueltos en un manto de placer que solo existe cuando los cuerpos alcanzan la temperatura ideal para fusionarse al unísono. Me sorprendió la facilidad con que ella tomó su pie y alzó su pierna estirándola con delicadeza, entretanto, arqueaba su columna abruptamente hacia atrás y sus rulos claros caían casi tocando la superficie.
A veces sus movimientos se precipitaban y se hacían algo violentos, pero sus caras irradiaban satisfacción. A ratos ella sonreía, mostrando con sutileza los dientes, alargaba su cuello, entregándolo para ser objeto de contemplación y deleite. Él, le acercaba su boca, mas le evadía aproximándose mejor a sus labios sin siquiera tocarlos, cuando éstos se acercaban el tiempo iba más despacio.
Sincronizadas sus piernas se enlazaban en desplazamientos ascendentes y cadenciosos de variable velocidad. Iban y venían, recorrieron e hicieron suyo el lugar. De una postura a otra, me parecía que transitaban por un museo de arte entre las esculturas de Rodin, imitando cada figura.
Sus resuellos jadeantes, en cada soplo de energía, atravesaban la sala hacia mí. De pronto se detuvieron en intensidad, el depositó todo su peso extendiéndose sobre ella, sin dar señal alguna de que esto les incomodara. En ese momento, pude notar que ambos sudaban, las gotas en su piel producían pequeños destellos por una de las luces que parpadeaba en mal estado.
Sus clavículas se marcaban en cada inhalación que exigía ser profunda. Ella ajustó sus brazos entrelazados a la cadera ancha y robusta de su compañero, y los desenvolvió hasta que pudo empujarlo y deslizarse junto a él dando vueltas sobre el tapiz, luego se elevaron rápidamente como eyectados del suelo, les era más fácil volar que mantenerse en tierra firme. Giraban en ocasiones sostenidos de la cintura, entraban y salían con liviandad del piso, una y otra vez, eran un trío en el que la gravedad no encajaba.
A esa altura, me sentía Ella, era yo a quien él amaba, iba todo perfecto. Entonces, el maestro que estaba en un punto ciego para mí les grita con autoridad:
―¡No Denis ! ¡En el último salto, ambos pies deben volver simultáneamente del demi-plié a la quinta posición, no a la segunda! ¡Vamos! ¡Desde arriba, otra vez!
Esa era mi oportunidad para atravesar el salón, pero avergonzada de mis emociones, cerré y tomé el camino largo.
Por Estefanía Hernández