Capítulo I

01.07.2020

Cambio Repentino

Soy Canela Diaz, tengo apenas 13 años y la vida ya me ha tratado muy duro. Temo no poder expresarme con claridad y no tener las palabras suficientes para reflejar fielmente los sentimientos que inundan mi ser. Muchas veces me siento desesperada, tanto así que, en estos momentos necesito relatar mi historia.

Cada vez que miro a mi alrededor, veo una multitud de árboles que desprecio. Me siento injusta por ello, pero este paisaje verde no se asemeja al de mi tierra natal. Veo el viento jugar con esos gigantes verdes, aquellos que dan sombra verano e invierno, y me fatiga. La lluvia ruidosa moja todo a su paso y el olor a tierra húmeda me produce comezón en la nariz.

Las imágenes contrastantes parecen pertenecer a otro mundo: perfectas pero despreciables. Al igual que mi familia, con padres aún casados y dos hermosas e inteligentes hijas. Sin embargo, detrás de las apariencias, nuestras relaciones han sido disfuncionales, marcadas por el control, el poder y la falta de consideración. En consecuencia, en manos de adultos me siento como un objeto, pues a menudo ignoran que ya puedo al menos percibirlo todo.

Nos cambiamos de casa por razones de trabajo de papá cuando tenía nueve años. Vivíamos en Arica, se podría decir que hasta ahí tuve una infancia feliz, hasta que de un día para otro me avisaron que nos iríamos donde mi abuela, al sur de Chile a un pueblo llamado Santa Estela.

Inicialmente, no comprendí la magnitud de la situación, parecía una simple aventura, sin embargo, resultó ser un viaje que me forzó a madurar. Dejé atrás todo lo conocido: mi colegio, mis amigos, mis profesores y mi privacidad.

Los primeros días de allegados fueron maravillosos, era verano recuerdo, parecían vacaciones. Mi abuela nos preparó una pieza, donde dormiríamos todos juntos; mi hermana Florencia y yo en una misma cama, mientras que papá y mamá, en otra.

No obstante, con el paso del tiempo, noté que mi madre estaba sumida en una profunda tristeza. Se alteraba por cualquier cosa, todo le molestaba y discutía constantemente con papá. Además, mi abuela siempre estaba involucrándose.

La situación comenzó a afectarme. Cuando discutían, no sabía muy bien qué hacer. En el colegio me enseñaron a encerrarme en una habitación y no interferir cuando los padres discuten, pero en realidad yo hacía todo lo contrario. Temía que si me alejaba, el conflicto entre ellos escalara y llegaran a golpearse.

Mi madre, Raquel, cayó en depresión. Era pan de cada día oír su llanto y oler la tristeza que inundaba la habitación compartida. Yo no era la única que lo notaba, todos mis familiares también lo veían.

Un intento de solución fue partir la casa de mi abuela en dos, una mitad para ella y otra para nosotros. Nuestra parte consistía, temporalmente, en dos habitaciones y un pequeño cuarto. Antes ese sector de la casa era un negocio así es que papá debió arreglarlo para hacerlo habitable, adaptó una de las habitaciones para dormir y la otra como sala de estar y comedor, mientras que el cuarto lo habilitó como cocina. Para ir al baño debíamos utilizar el de mi abuela.

Esos cambios hicieron que mamá se sintiera más independiente y las cosas mejoraron un poco, mas duró tan solo unos meses. Sin duda el problema era netamente entre ellos, pasaban días sin mirarse. Yo veía muy próxima una separación y sufría en silencio día tras día, temiendo tener que elegir entre mis padres. 

¿Qué podía hacer una niña de nueve años, acostumbrada a ser tratada como un ser pasivo, a quien no se le permitía mirar ni opinar? El mayor problema de los padres es que, de forma repentina, nos obligan a tomar decisiones difíciles. Todo me afectó demasiado, el cambio de casa fue el primer golpe que recibí.

Nadie le ha dado nombre a la etapa en la que me encontraba y es que ningún adulto recuerda su vida a esos años, todos han tratado de olvidar y lo han logrado. Hasta yo logré dejar atrás ese sufrimiento; el sentirse sola e incomprendida, el tratar de buscar solución y no tener voz ni parte, el pedirle a Dios una familia y una vida de ensueño que en el fondo es una sórdida plegaria.

Recuerdo un día en especial, cuando entré a la sala y encontré a mi madre, como de costumbre, en el sofá con una botella de licor francés sobre la mesa. La luz estaba apagada y su llanto se escuchaba como una cortina musical de fondo. Sus grandes ojos verdes, hinchados de depresión y llenos de desconsuelo, tenían una singularidad propia. 

Cuando me acerqué a ella, la miré sin saber qué hacer. Deseaba que el desenlace alguna vez fuera distinto. En ese momento, me dijo:

-¿Vámonos? Agarremos nuestras cosas y vámonos las tres.

Quedé pasmada, no sé cuánto tiempo transcurrió hasta que solté el llanto y le rogué que no me hiciera eso. 

-Vámonos, vámonos -insistió.

Sobrepasada, habiendo perdido la paciencia, con un llanto lleno de furia respondí:

-¿Por qué? ¿Por qué a mí? Yo no elegí vivir, tú me diste la vida -lancé la botella que estaba sobre la mesa y, tras dar un paso, escuché cómo se rompía al igual que yo.

Me acurruqué en un rincón, lloré y lloré hasta el cansancio. Luego de diez minutos en silencio observando la nada, algo me levantó. Una vez más fui por una frazada y terminé de pie frente a mamá que aún estaba en el sofá, ahora sin llorar. La arropé y concluí por sus ojos que esa noche mi padre dormiría solo.

Así recuerdo partes de mi largo tormento. Pasaban los días y papá no almorzaba con nosotras; se iba donde mi abuela y llegaba solo a dormir. Mientras mi madre empeoraba, y yo, seguía pidiéndole a los dioses y grillos que uniera a mi familia.

A veces no había qué comer, y no porque tuviéramos una situación económica extremadamente vulnerable, sino porque mi padre disfrutaba castigando a mamá al no darle dinero. Por otro lado, mamá, fiel a su orgullo, se despreocupaba y le era indiferente si solo nos nutríamos de té.

Las cosas continuaron así y nunca llegó la separación. Sin embargo hoy, la escuela me ha permitido pensar en otras cosas.

© 2020 por Estefanía Hernández Martínez. Todos los derechos reservados.
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