Madrigal Alashinchadas
Capítulo I
Madrigal Alashinchadas agoniza en una cama de hospital: murmura palabras inentendibles. Los artefactos también rechinan y tampoco dicen nada.
Se cuela por su nariz un olor a menta que parece intensificar sus sentidos. Entreabre sus ojos y penetra la luz blanca y punzante, cambiando del blanco al rojo y del rojo al naranjo mientras percibe que por las muñecas aún está atado a la cama. Un sonido de supervivencia y súplica arranca de sus cuerdas vocales una última vez, humedeciéndose el ambiente con su agria saliva.
Dong, dong, dong, dong
Suenan las campanas de la catedral marcando las cuatro justo cuando la enfermera retira la jeringa que tenía la triple dosis de anestesia diaria prescrita para Madrigal. Él está llegando al punto máximo de su transformación. A ella no le preocupa, más bien, tiene su atención depositada en las campanadas e ignora el dolor del hombre. Él solo es para ella el de la 39, han pasado tantos como él por ahí. Lo que realmente le preocupa a Ester, la enfermera, es el retraso del cambio de turno y que por tercera vez consecutiva no podrá llegar a tiempo a retirar a su hija, eso reafirma su creencia de ser la peor madre. Ester no sabe mucho de Madrigal y como podrás anticipar tampoco le interesa.
—Encontré este asceta revolcándose en el bajo, de no haberlo conocido en el monasterio el mes pasado, lo habría confundido con un pordiosero y lo habría dejado morir allí— le dijo el lechero el día en que lo dejó en el sanatorio.
Ella escuchó y no hizo ninguna pregunta.
Madrigal Alashinchadas no es su verdadero nombre. Así le pondrán cuando despierte de su letargo.
Silencioso se descubre mirándose frente a sí mismo como en un espejo. Cree reconocerse, mas no comprende que duerme. El objeto de su admiración es su barbilla, no nota hasta ese momento lo varonil que lo hace lucir. No está seguro si su aspecto es consecuencia de la gran cantidad de anestesia recibida o si es su percepción la que ha cambiado. Sin embargo, en el ejercicio de tocar su rostro, se da cuenta de que no es en ello donde realmente debe depositar su atención. Sus manos abultadas son finas en comparación a la nueva morfología de su cuerpo. El monje es ahora un monstruo y no conserva nada, ni una pizca de su anterior identidad.
El responsable de todo está allí, con la mandíbula contraída, cualquiera que lo viera juzgaría por su ceño y postura corporal, que está arrepentido de haberle salvado la vida. Cierta mueca ha puesto incómodo a Madrigal, no reconoce al sujeto. Se siente iracundo e intenta controlarse. Ha abierto sus alas obligando al lechero a hacerse al costado para sobrevivir.
—¡Dios! —exclamó el sujeto, escabulléndose hacia el rincón—. ¡Ha perdido la memoria!
De golpe se ha elevado Madrigal por los vientos con la mirada anclada a un punto fijo.
—¿Adónde vas? —continúa gritando el lechero.
La pequeña ventana en el muro quedó hecha añicos y el aire de la sala se está inundando rápidamente de humedad. Aún se oye el murmullo de los transeúntes sorprendidos en el exterior.
—¡Oye! ¡Oye! ¡A las callejuelas no! —vocifera una enfermera entrando a la sala.
Madrigal observa correr a las personas despavoridas a su alrededor. Por primera vez, es consiente de sus alas y de su extensión. Tambalea, el solo hecho de pensar cómo es que sabe volar, lo hace olvidar hacerlo. Se estrella contra la superficie rugosa de un edificio que alguna vez fue lustroso, y cae sobre la terraza de la torre vecina. Inconsciente, regresa a la serenidad, ahora descansa.
Mientras Madrigal recobra la razón, a la sala entran precipitadamente dos enfermeras, entre ellas Ester.
—Él sufre. ¿Queda claro? —asegura y pregunta desafiante Ester, como si justificara sus acciones pasadas o las que están por suceder.
Madrigal, ha regresado, vuelve a sentir el viento en su rostro parado en el agujero del muro que hace unos minutos presumía una ventana.
—Bonita —dice, dirigiéndose a Ester.
—La despotraste —le señala esta, ocultando el miedo tras una voz firme— ya, está bien —dice casi para sí misma, y luego agrega— No eres el mismo. ¿Quieres hacer un trato? Anda, entra, dime lo que quieres para cenar y yo misma lo prepararé.
Madrigal sin poder decir una palabra aprieta fuertemente los ojos para decir sí.
Los presentes, que ahora han llegado a ser más de dos batas blancas, cuchichean burlones al rededor, juzgan la rotura de protocolo que acaba de cometer Ester.
—¡Papas! —exclama con dificultad Madrigal, pero tan fuerte como se lo permitieron sus cuerdas vocales heridas para aplacar el murmullo en la sala.
Ha vuelto el silencio.
Entra encogiéndose lo más que puede y deja ver las astillas y vidrios incrustados en sus alas.
Desde ahora será Madrigal Alashinchadas.
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