El Abuelo de Benjamín

Benjamín estaba obsesionado con la serie Los Pincheira, no solo se pasaba el día completo jugando a ser pistolero, sino que esperaba con ansias la hora de la transmisión para mirarla junto a sus padres. Vio cada capítulo sin falta y cuando esta llegó a término, comenzó a lucir, a diario, cabizbajo.
Su madre, preocupada y queriendo subir el ánimo de su pequeño, decidió contarle aquello que, sin saber por qué, había guardado en secreto:
No solo existieron Los Pincheira, hubo otros. A tu abuelo y a sus hermanos, se les conocía en los alrededores de Pemuco como Los Martínez, raudos jinetes que arrasaban con todo a su paso. En cuanto la gente del pueblo veía la polvareda bajar por el camino norte y adentrarse al valle, corrían asustados a sus casas para refugiarse. En las calles desiertas solo se sentían los galopes y relinchos de los caballos, los forajidos andaban en busca de deleites que, en exclusiva, podían encontrar al interior de la aldea. Cuando habían zanjado cada deuda y satisfecho toda sed, se retiraban por donde mismo vinieron. Quedaban algunos chulos heridos y una que otra mujer con el corazón roto a la espera de su regreso.
–¡¿El tata era un Pincheira?! ¡Cuéntame más, mamá! –le dijo entusiasmado el niño.
No sé mucho, hijo. La próxima vez que lo vayamos a ver, le preguntas. –Le respondió ella.
Ahí culminó la pena, Benjamín recobró el entusiasmo. Incluso ahora, sabía que por sus venas corría sangre de bandolero, eso era más que suficiente estímulo para alimentar sus juegos hasta que llegara el verano y pudiera visitar a su abuelo que, por cierto, aún vivía en el sur.
El arribo a Pemuco fue muy diferente a la última vez, en esta ocasión lo observaba todo con otros ojos. Desde el alto, podía divisar el pueblo que guardaba tantas hazañas; aventuras que quería desesperadamente escuchar.
Al llegar, el anciano no estaba, solía pasar las tardes en el templo. El chiquillo debió esperar unas cuantas horas más y cuando por fin pudo preguntarle, el anciano le respondió, con desdicha y precisión como si volviera a empuñar un arma contra un ser querido:
–Hijo, no creas todo lo que pinta la tv, bandidos y pistoleros no son dignos de admiración; son cuatreros, violadores y asesinos. No hay nada en mi pasado que me enorgullezca. Todo lo que hice –continuó– pesa hasta el día de hoy en mi conciencia.