El Robo

20.04.2020

Despampanante, asequible y dispuesta, asomaba una gastada MontBlanc en el bolsillo trasero de un hombre bien vestido. Clavado en el celular, caminaba idiotizado sin poder atender ningún otro asunto. Mientras que Gonzalo, atraído por la cartera del rubiecito, lo seguía divagante a un par de metros.

Si lo hacía, a su señora no le iba a gustar la forma en que habría conseguido el dinero –¡Somos personas humildes, no ladrones!– le dijo en aquella ocasión cuando hizo algo similar. Él no era de la clase de individuo que andan quitándole las pertenencias a la gente, sin embargo, se veía tentado producto de su deplorable condición actual.

Aproximadamente un año en busca de pega y nada, casi se había acostumbrado a ser cesante. En el país existían muchos como él, cinco meses de revuelta social seguidos de otros siete de pandemia, fueron suficiente para trasquilar a un montón. En el presente, estaba obligado a aceptar todos los pololitos que le salieran y ciertamente concluirlos. Atrás quedaron los tiempos de escrúpulos y haraganería.

Esa mañana partió temprano a dejar currículos, actividad pecuniaria que ya parecía santo ritual. De regreso se topó al despistado, que al parecer no sentía aprecio alguno hacia su refinado monedero, este pedía a gritos que lo rescataran de tan pequeña cavidad. Aún dudoso, se arrimó más al joven, con el corazón exaltado y su cuerpo tembloroso estiró el brazo y carente de sutileza la tomó.

Al mismo tiempo que una chica gritó desde lejos ¡te están robando!, el muchacho advirtió que alguien sobrepasaba la proxémica habitual y al darse vuelta, pilló a Gonzalo congelado con el objeto del delito en mano. Durante un segundo, se observaron fijamente a la vista. El principiante carterista, avergonzado sintió ganas de excusarse, pero al no concebir palabras para ello, volteó y salió corriendo. Percibió en su espalda un agarrón queriendo detenerle, mas no fue posible.

Se escotó paso entre la multitud hasta llegar a una esquina, donde yacía una micro detenida a puertas abiertas, y tal cual le estuviera esperando, al subir se puso en marcha. Agitado, apenas respiraba, no podía creer lo cometido. Abrió la billetera con el propósito de hallar la bip, y ahí estaban nuevamente esos ojos verdes observándole. Sobresaltado, recordó que esa no era la suya, luego buscó en la correcta y al encontrar su tarjeta, pagó complicado a causa de ambos bultos en las manos, en tanto, el chofer lo miraba serio como si supiera lo sucedido.

Luego de treinta minutos de viaje, falto de rumbo, por fin, comenzó a sentir que ya no lo habían pillado, entonces bajó y buscó la manera de regresar a su hogar.

En la intimidad de su baño pudo finalmente revisar el botín. Rápidamente se transformó su semblante, enfurecido comienza a examinar una y otra vez cada recoveco. Murmuraba palabrotas para sí ¿así de mal lo trataba la vida? Tarjetas varias, un billete extranjero doblado a modo de cábala y un cartón de lotería. ¡No consiguió ni un solo peso! Quizá se lo merecía, concluyó.

En compensación cambió sus cosas a la nueva y deteriorada ganga, dejó sobre la mesa el boleto de azar y se marchó de casa a deshacerse de los plásticos que lo delataban. Ahora tenía que esperar ser el ganador para lograr obtener algún beneficio de su robo. Remota posibilidad.

Por Estefanía Hernández


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