Los Rotitos

Al rotito se le ocurrió, para poder echarle al buche, estacionar el camión que conducía. Porque estaba rotito de hambre por el trabajo duro, por el trabajo mal paga'o, por el trabajo extenso y prolonga'o. Trabajo que le daba las chauchas para comprar el hilo para remendarse de nuevo, una y otra vez.

Sí, al rotito se le ocurrió y de paso molestó al patrón, al señor del fundo, al que no quería tanta inmundicia a las afueras de su gran patio, al que se mueve prepotente y al que está acostumbra'o a que su deseo sea ley.

Entonces, con soberbia el hacendado le recordó al rotito que trabajaba para alguien; alguien que por cierto no le aseguraba ni el almuerzo ni dónde comer. Le recordó que esos no eran sus barrios, no eran sus calles. Al parecer ese no era ni siquiera un trabajo, era con suerte la caridad de un jefe que le ha dado oportunidad. Ocasión de tan poco.

Se miró los zapatos para ver si los llevaba rotos nuevamente, pero no, estaban rezurcidos. Se preguntó por qué el exconcejal le habría llamado rotito, si él ya se había reparado.

Se había reparado de no tener una madre y un padre presentes durante su infancia. Se había reparado de embarazar por ignorancia a su polola a los dieciséis. Se había reparado de las largas filas y horas de espera en el CESFAM con su hijo enfermo. Se había reparado de compartir la casa con otros seis, mientras esta se llovía.

¿Todavía se le notaba lo rotito? Sí, todavía se le notaba en la mirada cansada la ratura del alma. Aún existía aquello que le hacía sentir diferente y excluido, aún existía esa fisura que le haría lanzar piedras que hasta ahora solo pateaba.

–¡Lo rotito no se me va a quitar nunca! –dijo en voz alta.

–Yo también estoy rotito, compañero, yo también estoy rotito. –le respondió su amigo tocándole el hombro.

Los rotitos de lomo

Los rotitos de zapato

Los rotitos de lengua

Los que han tenido que aprender a zurcirse el alma para alimentar a su familia.

Por Estefanía Hernández