Ester, la enfermera
A Madrigal lo leo con facilidad; él es transparente. Pero Ester siempre parece esconder algo.
La preocupación por su hija es constante. Sus superiores lo comprenden, y no sé si ella es tan consciente de aquello.
—Te bastará saber que se ha asignado una institutriz para tu hija. Espero que eso te suene bien —le dijo Andrés un par de días antes.
—No tiene por qué ser tan larga la estadía fuera de casa —dijo casi para sí misma, como de costumbre, ignorando por completo a su superior.
Me pregunto qué habría pasado si no hubieran asegurado la coartada para su hija. Seguro que ella se habría negado a una nueva misión, ¿cierto? A veces, esta mujer puede resultar un verdadero misterio.
Dong, dong, dong, dong
Suenan las campanas de la torre del reloj, mientras Ester escribe una nota de despedida. Saca cuentas con la mano, cuentas que vuelve a empezar porque la han turbado las campanadas. Cuatro estremecedoras campanadas.
A esa torre del reloj le vendría muy bien una terraza superior. Desde allí se vería perfectamente el prado. Si dependiera de mí, pondría en ese lugar la plaza de la ciudad y rodearía las matas de menta con hermosas jardineras. El sonido de la torre se esparciría suave, sin interrupciones, por el lugar, tal como el olor de esas aromáticas plantas que llega a mí en este preciso momento. Me distrae la ventana entreabierta, lo siento tanto. Quizá por eso, justo ahora, me cuesta mucho más comprender a Ester.
Nadie le ha dicho el nombre del lugar donde servirá. Simplemente le han comunicado que todos están de acuerdo con el plan y ella no lo ha cuestionado.
Le ha tomado el peso a que son las cuatro; deben salir para no perder el tren. Ha llegado el momento. Le tranquiliza ver que las valijas proporcionadas son pocas. ¿Cree que eso le traerá menos problemas? La última vez, todo salió mal.
Ahora va por la niña. La besa, la abraza, le canta la canción del reloj que da las cinco. Parece un momento oportuno. Echa un último vistazo a la casa antes de salir y deposita una mirada confiada en la nota que puso sobre la mesa hace un rato.
"El reloj da las dos, el reloj da las tres.."
Sigue cantando en bucle para aplacar una preocupación que no logro dilucidar.
–Dará las seis el reloj, mamá.
–Esperemos que aún no, hija –dice Ester.
Se apresuran para no llegar tarde al… ¿bus? Espera un momento. ¿Por qué están subiendo a un bus? Se supone que sus boletos son de tren… ¡Alto! Algo no está bien…
Creo que será mejor que cierres esa ventana, o no sabremos cuál es el destino de Ester.
Okey. Sí, han subido a un bus. Sigue cantando la canción del reloj.
"El reloj da las nueve y las diez".
Puedo ver a Andrés, sentado hacia la ventana, dos puestos más atrás de Ester. Golpea una, dos, tres veces el cristal de su reloj.
Una gran águila vuela cerca. Los pasajeros se asustan; algunos se han puesto de pie y otros se remueven en su asiento. Jamás uno de ellos ha visto un animal como ese. Ester se mantiene inmutable. No voltea, pierde cuidado y sigue cantando a su hija. Le asegura que será la última vez que pasan por eso.
