María Luisa
Murió sino al final, en tanto la bala le atravesó la cabeza. Sus pensamientos de justicia ahora dispersos en los azulejos del camarín cubrían los vestigios de la tortura previa, aquella que no pudo contra sus convicciones. A lo ancho, la escena era un torso abierto a la mitad que culminaba en la torción de dos pezones pálidos faltos de sangre. Ella ostentaba una caja toráxica vacía, adornada meticulosamente con cada costilla tronchada, como una prisión a la que le han quebrado los barrotes para liberar a sus prisioneros. Y sí, en el suelo ellos, los reclusos, cada uno de sus órganos amontonados por la gravedad que los atrapó. Tal cual una vagina abierta menstruando se veía el tajo hendido en su pecho. En su cuello nacía el río rojo en el que posiblemente se ahogó de vez en cuando. ¿Cómo resistió hasta el proyectil se preguntará usted? Pues desde el principio la colgaron de los pies con la intención de que a su irrigación no le faltase cerebro. Mas no hacía falta, cerebro tenía de sobra. En su fosa nasal el nombre del feminicida yacía en un pergamino improvisado en un trozo de cortina.

Por Estefanía Hernández